Caminar por el centro de una ciudad nunca había sido tan sorpresivamente agradable hasta el día en que andando por las calles aledañas al zócalo de Puebla, mi oído tomó el control de mis piernas y en realidad de todo mi cuerpo y me guió hasta aquel lugar donde una pequeña orquesta deleitaba al transeunte ordinario con melodías elegantemente ejecutadas.
La luz ocre del atardecer, el viento fresco y agradable del ocaso y la conglomeración de individuos en la que se encontraban reunidos desde peones hasta reyes. La música une a las masas y Puebla ofrece esta oportunidad de forma ejemplar.
Era jueves por la tarde, y caminar por el centro de la ciudad nunca había sido tan sorpresivamente agradable.
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